Hay momentos en que el papel no espera instrucciones. El rotulador se desliza, casi sin permiso, y aparecen formas, gestos, presencias. No es el artista quien dibuja, es el trazo quien propone.

Así nacen los dibujos automáticos, una práctica que combina intuición, velocidad y escucha. Cada línea es una posibilidad, cada curva, una puerta abierta a lo inesperado. De ese flujo surgen personajes nuevos, figuras que no estaban en la mente, pero sí en el pulso.

La herramienta es simple: un rotulador.

El método es libre: sin boceto, sin plan.

El acabado es digital: colores añadidos con precisión, texturas que amplifican lo que el trazo insinuó. Es ahí donde se produce la alquimia: lo analógico se encuentra con lo digital, y el dibujo se convierte en imagen viva.

No se trata de corregir, sino de respetar el accidente, de interpretar lo espontáneo, de dar voz a lo que surge sin pedir permiso.

Estos personajes no vienen del diseño, vienen del subconsciente gráfico, de la urgencia de decir algo sin saber aún qué.