Llevé una exposición al Centro Penitenciario de Pamplona. No era una muestra convencional, ni un gesto institucional. Fue un acto de convicción: acercar el arte sin filtros, sin privilegios, sin distingos. Una exposición bella y cruda, con obras de Psychoart y surrealismo, animada, comentada, compartida. Entró en el pabellón de mujeres y en el de hombres. Entró con los permisos de Instituciones Penitenciarias en Madrid —Ministerio del Interior—, y fue recibida como si alguien hubiera abierto una ventana entre los muros carcelarios.

Vi cómo las imágenes se convertían en conversación. Cómo cada obra provocaba un pequeño terremoto interior: silencios densos, risas inesperadas, miradas que se perdían en los recovecos de la memoria. Algunos buscaban sentido, otros se dejaban atravesar. Cada interpretación era un estado mental en tránsito: la evasión, la identificación, la sospecha, la ternura, el vértigo.

Escuché frases que no estaban en ningún catálogo al uso:

Por un rato, no estábamos dentro.

Ese cuadro parecía hablar de mí, aunque nunca lo vi antes.”

No entendí todo, pero sentí algo que no era cárcel.

No fui allí a explicar el arte. Fui a dejarlo caer, como quien lanza una piedra en el agua y observa las ondas. Y las ondas llegaron. Las obras salieron de sus marcos mentales y entraron en las biografías suspendidas de quienes las miraban. Fue una exposición vivida, no simplemente vista. No por el público libre —que a veces paga entrada para no sentir nada—, sino por quienes no podían salir, pero sí imaginar.

(Ver el intento de mi Ayuntamiento de Pamplona por cobrar tasas por acercar el arte a los ciudadanos. Como la cárcel no les pertenecía, recurrí al Ministerio del Interior en Madrid. Allí, curiosamente, encontré más apertura que en mi propia ciudad.

Fue una fuga simbólica. Una grieta en la rutina. Una forma de decir: “Aquí también hay espacio para imaginar.”