La imaginación no es un lujo: es la raíz de toda creación. Einstein la llamó “más importante que el conocimiento”, y Ursula K. Le Guin la entendió como la infancia que sobrevive en el adulto.
El arte nace precisamente ahí: en ese territorio donde lo imposible se vuelve visible, donde lo que no existe todavía reclama su forma. Lewis Carroll lo resumió con humor: “Seis cosas imposibles antes del desayuno.”
Cada obra artística es un testimonio de que la imaginación no se conforma con lo dado: lo transforma. El pintor que convierte un muro en horizonte, el poeta que rescata una palabra olvidada, el niño que dibuja un sol verde: todos ellos nos recuerdan que la imaginación no es evasión, sino una manera de ensanchar la realidad.
La imaginación no solo inventa mundos, también los rescata. Permite ver lo que la rutina oculta, lo que la administración silencia, lo que la historia olvida. En tiempos de estrechamiento de miras y repetición sin creación, imaginar es un acto de resistencia. Crear es recordar que lo invisible también tiene derecho a existir.
La imaginación no es un adorno, es una herramienta vital. Nos permite ver más allá de lo evidente, dar forma a lo ausente y resistir la inercia de lo establecido. En cada gesto creativo late la posibilidad de otro mundo, y en cada obra artística se abre una grieta luminosa en la superficie de lo real.
En una ciudad donde el arte se repite como consigna, donde los carteles oficiales parecen fotocopias del año anterior, imaginar es un acto de disidencia. No se trata de escapar, sino de abrir grietas. De mirar lo que no se muestra. De nombrar lo que no se dice.
Lo que no sale en prensa, lo que no entra en la programación, lo que no se cuelga en la sala oficial… Existe. Respira. Resiste. Y a veces, brilla más que lo visible.


