Desde antes de los 14 años, la cámara ha sido mi cómplice. No solo como herramienta técnica —aunque conozco sus mecanismos, sus formas de capturar lo que deseo— sino como extensión del ojo que observa lo que otros olvidan. Mis fotografías no adornan: son puro realismo. Capturan el instante justo antes de que se pierda, el detalle que se esconde entre la piedra, el óxido, la sombra.

Me escapé a otros mundos, sí. Pero nunca dejé de mirar el que me tocó por nacimiento. Pamplona no es postal: es grieta, es juego perdido, es arquitectura que murmura. Cada imagen es una declaración de presencia, una forma de decir: esto también existe.